Cuando visité la tumba del Rey Lagarto

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El nebuloso y frío atardecer y la finísima lluvia de París hacía la caminata camino al umbral del cementerio de Perè Lachaise aún más lúgubre, es de esa ligera neblina que se estampa contra el rostro húmedo y que casi hace cerrar los ojos y no ver nada.

Cuando por fin se accede a este otro mundo de hermandad entre nosotros y los muertos el ambiente cambia por completo, se respira paz, el silencio es casi total si no fuera por el lejano trinar de las aves que aletean entre los frondosos árboles del recinto.

Un hombre adusto, con la cara marcada por los años, se dirige al grupo que acababa de entrar al cementerio, inmediatamente adivina cuáles son nuestras intenciones, así que sin mediar palabra nos indica que la tumba de Morrison se encuentra en ‘La Esquina de los Poetas’. Sigan esa pequeña avenida, sabrán inmediatamente cómo llegar, las mismas pintas e indicaciones que han hecho por años los miles de jóvenes que ya han ido los guiarán sin ningún problema. El hombre se aleja a su guarida no sin antes vernos de reojo y conminarnos a no pintar, ni graffitear y claro tampoco robarse absolutamente nada de la ya de por si dañada sepultura.

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Era imposible no retardar la llegada a la tumba donde se encuentra Jim porque los ojos materialmente se detenían en algunas impresionantes rotondas y tumbas adornadas con querubines, ángeles y cruces. Rozamos con nuestra mano la de Honoré De Balzac, George Bizet, Molière, Gilbert Bécaud, María Callas, Federico Chopin, Paul Dukas, Arthur Rimbaud, Marcel Marceau, Édith Piaf, Charles Baudelaire y Oscar Wilde.

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Por fin (y tal como nos dijo el viejo guardia), las pintas nos hicieron llegar a la de Jim. El primer golpe emocional al verla fue impresionante, las sienes pulsaron frenéticamente, las manos sudaban copiosamente, y cómo no si estábamos en el sepulcro de uno de los iconos más importantes de la música contemporánea del siglo XX, nuestros pies se situaban justo encima del hombre que con sus letras de canciones, voz, arrolladora personalidad y poemas dio de qué hablar no solamente durante los años en que los Doors se inmortalizaron, sino también como rebelde nato, y sí, por qué no decirlo, como artista desquiciado.

Separado del grupo que se fue perdiendo entre los miles y miles de mausoleos, nos pusimos de hinojos para instalar a los pies de la tumba el walkman (era 1999) con unas pequeñísimas bocinas y dejamos que corriera la cinta con el inicio ya mítico de su “An American Prayer”, Is everybody in? Is everybody in? Is everybody in? The ceremony is about to begin… Wake Up…!

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Esperamos una respuesta, ridículo claro, porque nunca Jim se levantaría, pero aseguro que sí se logró que la música de los Doors y luego sus escritos poéticos leídos casi en un susurro llenaran el ambiente de una magia casi táctil. Ahí me encontraba, ante el rey lagarto, ante Mojo Rasin, ante el sex simbol del rock.

Con su espíritu platiqué y con sus rolas canté, juntos compartimos un bocadillo y una pequeña botella de vino. Mientras las demás tumbas eran testigos mudos de aquél especie de ritual que un simple mortal llevó a cabo con un alma que a pesar de la distancia de cuando estaba en vida, él allá y yo acá, siempre lo sentí cercano, tan mío cuando junto con mis hermanos escuchábamos los éxitos de aquellas puertas que sí, en definitiva traspasaron mi percepción hacia la música y hacia el rock.

La tarde se hacía noche, el frío comenzaba a calar, la ligera, muy ligera lluvia fue mi acompañante y fue ella quien me avisó que debía de partir, la cita se había llevado a cabo con éxito. Apagué el walkman, recogí las bocinas, metí en una mochila la servilleta con las migajas y la botellita vacía del vino. Me incorporé, levanté la mano en señal de despedida, di la vuelta y comencé a caminar hacia la salida del cementerio, antes de que doblara hacia otra vereda me volví a voltear y fijé mi vista en la maltrecha tumba, uno, dos… treinta segundos sosteniendo mi mirada y diciendo adiós una vez más me volví a poner en marcha hasta que salí de allí.


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